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jueves, 23 de diciembre de 2010

Cuento navideño

LAS SANDALIAS DE OSCAR

Oscar era un niño de siete años. Había nacido en un país sudamericano y vivía en un pueblo de España a donde había llegado con sus padres, emigrantes en busca de trabajo y pan. En el pueblo en donde vivían, los padres de Oscar estaban al servicio de la señora más rica de la localidad, solterona y sin amigos.

El padre cultivaba la extensa huerta que esta señora tenía junto a su señorial mansión. En un extremo de aquella huerta había una variada granja con cerdos, gallinas y conejos que también atendía el padre de Oscar. También era el chofer de la “señora” que con frecuencia iba a pasar las tardes al casino de la Capital o de compras.

La madre de Oscar era la “cuerpo casa”. Cocinaba, limpiaba, cosía y mantenía aquella compleja vivienda como una tacita de plata.

Oscar había empezado a ir al colegio pero, fuera de este contexto, no se relacionaba con los niños del pueblo.

Un fatal día las cosas cambiaron, especialmente para Oscar. La “señora” había enviado a los padres del niño a hacer unas compras a la Capital. Cuando circulaban con el coche en medio de una intensa lluvia, un camión colisionó con el coche. Allí murieron. A partir de ese momento, Oscar quedó huérfano de padres y de amor. Pero nunca lloraba ni se enfadaba. La “señora” no tuvo el valor de expulsar al niño de la casa. Su perro “Kongo” parecía intuir la soledad de Oscar y siempre estaba con él. Las horas, fuera del colegio, el niño las pasaba jugueteando por la huerta y, principalmente, en la granja con sus únicos “amigos”.

Llegó la Navidad de aquel año. Oscar ya lo sabía por el ambiente del pueblo engalanado y por los escaparates llenos de dulces y de juguetes. La noche de Navidad, la “señora” lo llamó; lo invitó a un trocito de turrón y le ordenó que la acompañara a la “Misa del Gallo”. Llegaron a la iglesia. En el retablo del altar mayor, había un amplia hornacina ocupada por una imagen del Niño Jesús, de más de un metro, que revestido con una rica capa bordada en oro y coronado con una lujosa corona del plata y piedras preciosas, llevaba un cetro en la mano derecha y una bola del mundo en la izquierda aunque su mirada era seria.

La señora se situó en primera fila en un bonito reclinatorio. El templo estaba abarrotado de niños que acompañaban a sus padres. Oscar se sintió incómodo porque todos iban bien vestidos y él llevaba una ropa zarrapastrosa y unas sandalias duras e incómodas. Decidió salirse a la calle. .

Una vez fuera, se sentó en el escalón de entrada a la iglesia. Allí contemplaba el cielo estrellado de aquella noche fría y escuchaba los cánticos y los rezos de los que estaban dentro.

En ese momento se le acercó un niño de su misma edad que venía aterido de frío y Oscar le hizo sentar a su lado y se arrimó a él tratando de trasmitirle calor. En esta situación, Oscar observó que el niño venía descalzo y sin pensarlo dos veces, se quitó sus sandalias y se las puso al niño. Éste lo miró, le sonrió le puso la mano sobre la cabeza y siguió su camino por aquella calle oscura.

Pero no termina aquí la historia. A media mañana del día siguiente, el párroco del pueblo abrió la iglesia para la Misa Mayor y al dirigirse hacia el altar levantó su mirada hacia el retablo y quedo paralizado y atónito. Allí vio la imagen del Niño Jesús sonriente que llevaba puestas las sandalias de Oscar. Tremendamente impactado se postró de rodillas y lloró emocionado. Ese día no pudo pronunciar la homilía. Solo alzó sus manos para mostrar a los fieles las sandalias de Oscar que Jesús llevaba puestas y dijo:

“Verdaderamente anoche, Dios visitó a Oscar. Jesús nace en la vida de cada uno de nosotros siempre que aliviamos la pobreza y el sufrimiento de cualquier ser humano”


Transcripción de Antonio Marín Sánchez Diciembre 2010

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